miércoles, 27 de noviembre de 2013

CAPITULO 10






El sol era excepcionalmente caliente. Elena no quería que me recogiera el pelo en una coleta. Parecía pensar que a los hombres les gustaba suelto. Desafortunadamente para mí, estaba locamente caluroso hoy.
Me aproximé al congelador por un cubito de hielo y lo froté por mi cuello hacia abajo, permitiendo que se deslizara hacia mi camiseta. Estaba casi en el decimoquinto hoyo por tercera vez hoy.
Esta mañana nadie había estado despierto cuando salí de mi habitación. Los platos vacíos se habían quedado sobre la barra. Lo había limpiado y tiré la comida de la cacerola que él había dejado fuera toda la noche. Me entristeció verla
desperdiciada. Había olido tan bien anoche cuando llegué a casa.
Luego tiré la botella vacía de vino y encontré las copas fuera sobre la mesa, junto al lugar en donde había visto a Pedro con la mujer desconocida.
Después de poner los platos sucios en el lavavajillas, había abierto y limpiado las encimeras y gabinetes.
Dudaba que Pedro se diera cuenta, pero me hacía sentir mejor sobre dormir allí gratis. Me detuve junto a un grupo de golfistas en el hoyo quince. Eran un montón de hombres más jóvenes. Les había visto cuando estaban en el tercer hoyo.
Compraron todas las bebidas y fueron realmente generosos con las propinas. Así que soporté su coqueteo. No era como si uno de ellos realmente le fuera a pedir una cita a la chica del carro del campo de golf. No era una idiota.
—Allí está ella —gritó uno de los tipos mientras me ponía junto a ellos y sonreía.
—Ah, mi chica favorita ha vuelto. Hace más calor que en el infierno, chica.
Necesito una cerveza. Quizás dos.
Aparqué el carro y salí para rodearlo hasta la parte trasera y tomar su pedido.
—¿Quieres otra Martin? —le pregunté orgullosa por recordar su último pedido.
—Sí, nena. —Me guiñó un ojo y cerró la distancia que había entre nosotros haciéndome sentir un poco incómoda.
—Oye, yo quiero algo también, Jose. Apártate de las mercancías —dijo otro tipo y yo mantuve una sonrisa en mi cara mientras le entregaba su cerveza y él me tendía un billete de veinte dólares—. Quédate con el cambio.
—Gracias —respondí metiendo el dinero en mi bolsillo. Miré a los otros tipos—. ¿Quién es el siguiente?
—Yo —dijo un tipo con rizado cabello rubio corto y hermosos ojos azules agitando un billete.
—Quieres una Corona, ¿verdad? —pregunté acercándome al congelador y sacando la bebida que había pedido la última vez.
—Creo que me he enamorado. Es preciosa y recuerda qué cerveza bebo.Luego abre la maldita cosa para mí. —Me di cuenta de que me estaba tomando el pelo mientras me ponía un billete en la mano y recogía la cerveza—. El cambio es tuyo, preciosa.
Descubrí que era de cincuenta mientras lo metía en mi bolsillo. A estos chicos realmente no les importaba ir tirando el dinero por ahí. Esa era una propina ridícula. Me sentí como si debiera decirles que no me dieran tanto, pero decidí no hacerlo. Probablemente daban propinas como estas todo el tiempo.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó uno y me volví para ver al tipo con el cabello oscuro y la tez olivácea esperando para darme su pedido y escuchar mi respuesta.
—Paula—respondí, acercándome al congelador por la lujosa cerveza que él había pedido. Abrí la tapa y se la tendí.
—¿Tienes novio, Paula? —preguntó, cogiendo la bebida de mi mano mientras frotaba un dedo a lo largo de un lateral de mi mano en una caricia.
—Umm, no —respondí, poco segura de sí lo mejor hubiera sido mentir en ésta situación.
El tipo dio un paso hacia mí y extendió su mano con el pago y la propina dentro de ella. —Soy Antonio—respondió.
—Esto, uh, encantada de conocerte, Antonio—tartamudeé en respuesta. La intensa mirada de sus ojos oscuros me estaba poniendo nerviosa. Podía ser peligroso y apestaba a colonia cara. Expertamente educado. Era una de esas
personas guapas y él lo sabía. ¿Qué hacía coqueteando conmigo?
—No es justo, Antonio. Retrocede, hermano. Vas por todas con esta. Sólo porque tu papá es el dueño no significa que tengas prioridad. —El rubio con rizos bromeó. Creo que estaba bromeando.
Antonio ignoró a su amigo y mantuvo su atención en mí. —¿A qué hora sales de trabajar?
Oh, no. Si entendí correctamente, entonces el padre de Antonio era mi jefe.
No necesitaba estar pasando tiempo con el hijo del propietario. Eso sería una cosa muy mala.
—Trabajo hasta el cierre —expliqué y entregué la última de las cuatro cervezas y tomé su dinero.
—¿Por qué no dejas que te recoja y te lleve por algo de comer? —dijo Antonio, de pie muy cerca de mí. Si me giraba él estaría a solo una respiración de distancia.
—Hace calor y ya estoy agotada. Todo lo que quiero hacer es darme una ducha y descansar.
Una cálida respiración cosquilleó contra mi oído y me estremecí mientras gotas de sudor rodaban por mi espalda.
—¿Estás asustada de mí? No lo estés. Soy inofensivo.
No me sentía segura de qué hacer con él. No era buena con la cosa del coqueteo y estaba bastante segura de que él era un experto en eso. Nadie había coqueteado conmigo en años. Una vez que rompí con Facundo, mis días habían sido
consumidos con la escuela y luego mi madre. No tenía tiempo para nada más. Los chicos no se tomaban la molestia conmigo.
—No me das miedo. Es solo que no estoy acostumbrada a éste tipo de cosas
—contesté educadamente. No sabía cómo responder apropiadamente.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó con curiosidad. Finalmente me volví para mirarle de frente.
—Chicos. Y coquetear. Al menos eso es lo que creo que está pasando. —
Soné como una idiota. La sonrisa que lentamente se fue extendiendo por el rostro de Antonio hizo que quisiera arrastrarme debajo del carro de golf y esconderme.
Estaba fuera de mi liga.
—Sí, esto es definitivamente coquetear. ¿Y cómo es que alguien tan jodida e increíblemente linda como tú no está acostumbrada a esta clase de cosas?
Me tensé ante sus palabras y sacudí la cabeza. Tenía que llegar al decimosexto hoyo. —Simplemente he estado ocupada los últimos años. Si, umm,
no necesitan nada debo irme. Los golfistas del hoyo dieciséis probablemente estén enfadados conmigo ahora.
Antonio asintió con la cabeza y se apartó un paso. —No he terminado contigo. Ni por asomo. Pero te dejaré volver al trabajo.
Me apresuré a volver al lado del conductor del carro y me subí. El del siguiente hoyo era un grupo de hombres cansados y enrojecidos. Nunca en mi vida había deseado ser mirada lujuriosamente por tipos viejos, pero al menos ellos no coqueteaban.


CAPITULO 9









Dos horas más tarde, me detuve en los dieciocho hoyos del campo de golf dos veces y vendí todas las bebidas. Los golfistas querían preguntarme si yo era nueva y comentar que mi servicio era excelente. Yo no era una idiota. Vi la forma en que los hombres mayores me miraban de reojo. Afortunadamente, todos parecían cuidadosos de no cruzar ninguna línea.
La señora que me había contratado finalmente me dijo su nombre cuando volví a llenar el carrito de provisiones. Ella era Elena. Estaba a cargo de la contratación del personal. También era un torbellino. Me dijo que yo debía regresar en cuatro horas o cuando se me acabaran las bebidas, lo que ocurriera primero. Me había quedado sin bebidas en dos horas.
Entré en la oficina y Elena sacó la cabeza de una de las habitaciones. —¿Has vuelto ya? —preguntó, caminando con las manos en las caderas.
—Sí, señora. Me quedé sin bebidas.Sus cejas se alzaron. —¿Todas? Asentí. —Sí. Todas.
Una sonrisa cruzó su rostro severo y soltó una carcajada. —Bueno, seré condenada. Yo sabía que les gustarías, pero esos hombres estarían dispuestos a comprar lo que sea que tengas sólo para que te quedes más tiempo.
No estaba segura de si ese fuera el caso. Hacía calor ahí fuera. Cada vez que me detenía en un hoyo, los golfistas parecían aliviados.
—Vamos, te mostraré dónde reponer. Tendrás que seguir sirviendo hasta que el sol se ponga. Luego regresa aquí y completaremos la documentación.
Era de noche cuando llegué a casa de Pedro. Había estado fuera todo el día.
Los coches adicionales en el camino de entrada se habían ido. El garaje para tres coches estaba cerrado y un convertible rojo se encontraba estacionado fuera de él.
Me aseguré de aparcar mi coche fuera del camino. Pedro podría haber traído a más amigos y no quería que mi camión fuera un problema. Estaba agotada. Sólo quería
ir a la cama.
Me detuve en la puerta y me pregunté si debía llamar o sólo entrar. Pedro había dicho que podía quedarme aquí por un mes. Seguramente eso significaba que no tenía que llamar cada vez que volvía.
Giré el pomo y entré. La entrada se encontraba vacía y sorprendentemente limpia. Alguien ya había limpiado el lío de aquí. El suelo de mármol aún se veía brillante. Oí la televisión viniendo desde la sala de estar grande. No había mucho
más ruidos. Me dirigí a la cocina. Tenía una cama esperando por mí. Realmente me gustaría una ducha, pero todavía no había hablado con Pedro acerca de la ducha que se suponía que yo debía utilizar y no quería molestarlo esta noche. Mañana sólo me escabulliría y utilizaría la misma que había utilizado esta mañana cuando me desperté.
El olor a ajo y queso invadió mi nariz cuando entré a la cocina. Mi estómago gruñó en respuesta. Tenía un paquete de galletas de mantequilla de maní en mi bolso y una botella pequeña leche que compré en una estación de servicio en mi camino a casa. Había hecho algo de dinero hoy en propinas, pero no podía desperdiciar mi dinero en comida. Necesitaba ahorrar todo lo que pudiera.
Había una olla tapada en el horno y una botella de vino abierta sobre el mostrador. Dos platos con los restos de una pasta tentadora también estaban en el mostrador. Pedro tenía compañía.
Un gemido vino desde fuera seguido por un ruido fuerte.
Me acerqué a la ventana, pero tan pronto como la luna golpeó el trasero desnudo de Pedro me quedé helada. Era un trasero desnudo muy lindo. Uno muy, muy lindo. Aunque yo no había visto el trasero desnudo de un hombre antes. Dejé que mis ojos viajaran hasta su espalda y los tatuajes que la cubrían me sorprendieron. No podía decir qué eran exactamente. La luz de la luna no era suficiente y él se estaba moviendo. Sus caderas se movían adelante y atrás y me di cuenta de las dos piernas largas que se presionaban a los costados. El ruidoso gemido llegó de nuevo cuando se movió más rápido. Me tapé la boca y di un paso atrás. Pedro estaba teniendo sexo. Afuera. En su pórtico. No podía apartar mi mirada. Sus manos agarraron las piernas a cada lado de él y empujó para abrirlas aún más. Un fuerte grito me hizo saltar. Dos manos rodearon su espalda y largas uñas se clavaron en los tatuajes que cubrían la piel bronceada.
No debería estar viendo esto. Sacudiendo la cabeza para despejarme, me di vuelta y corrí hacia la despensa y me escondí en mi habitación. No podía pensar en Pedro de esa manera. Él era lo suficientemente sexy. Verlo tener sexo hizo que mi corazón hiciera cosas graciosas. No era como si yo quisiera ser una de esas chicas con las que tenía sexo y luego las dejaba. Ver su cuerpo de esa manera y oír cómo
la hacía sentir a esa chica me puso un poco celosa. Yo nunca había sabido eso.
Tenía diecinueve años y todavía era una virgen triste. Facundo me había dicho que me amaba, pero cuando más lo necesité, él quiso una novia con la que podría
escaparse y tener sexo sin tener que preocuparse de su madre enferma. Él quería una adolescencia normal. Yo impedía eso, así que lo dejé ir.
Cuando me marché ayer por la mañana para venir aquí me había rogado que me quedara. Había afirmado que me amaba. Que nunca me había superado.
Que todas las chicas con las que alguna vez había estado eran sólo una pobre sustituta. No podía creer todo eso. Había llorado por dormir sola y asustada demasiadas noches. Necesité a alguien que me abrazara. Él no había estado allí entonces. Él no entendía el amor.
Cerré la puerta de mi dormitorio y me desplomé sobre la cama. Ni siquiera tiré de las sábanas. Necesitaba dormir. Tenía que estar en el trabajo a las nueve de la mañana. Sonreí para mí misma porque me sentía agradecida. Tenía una cama y un trabajo.