domingo, 15 de diciembre de 2013

CAPITULO 48










Me dirigí al club de campo. Tenía que decirles que me iba. Elena merecía saberlo para que no me esperase. También Antonio, para el caso. No quería explicarme, pero probablemente ya lo sabían. Todo el mundo sabía más que yo.
Todos habían estado esperando que lo averiguara. No entendía por qué ninguno de ellos simplemente no pudo habérmelo dicho.
No era como si esto fuese a alterar la vida de Daniela. Todo lo que alguna vez había conocido no acababa de ser volado en el infierno. Mi vida acababa de volcarse sobre su eje. No se trataba de Daniela. Esto era sobre mí. Yo, maldita sea. ¿Por qué tenían que protegerla? ¿De qué necesitaba protección?
Aparqué la camioneta fuera de la oficina y Elena me recibió en la puerta delantera.
—¿Te olvidaste de revisar el calendario, chica? Es tu día libre. —Me sonreía, pero se desvaneció cuando mis ojos encontraron los suyos. Se detuvo y se agarró a la barandilla del pórtico de la oficina. Luego, sacudió la cabeza—. Lo sabes, ¿verdad? —Hasta la señora Elena lo había sabido. Simplemente asentí. Dejó escapar un prolijo suspiro—. Había oído los rumores, como la mayoría de la gente, pero no sabía toda la verdad. No quiero saberlo porque no es asunto mío, pero si es lo que he oído, entonces sé que duele.
Elena caminó el resto de la escalera. Abrió los brazos cuando llegó al último escalón y corrí hacia ellos. No lo pensé. Necesitaba que alguien me sostuviera. Los
sollozos llegaron al momento de envolverme en sus brazos.
—Sé que apesta, cariño. Me gustaría que alguien te lo hubiese dicho antes.
No podía hablar. Sólo lloraba y me aferraba a ella mientras me sostenía con fuerza.
—¿Paula? ¿Qué está mal? —La voz de Isa sonaba preocupada y miré hacia arriba para verla corriendo por las escaleras hacia nosotras—. Oh mierda. Lo sabes —dijo, deteniéndose en seco—. Debería habértelo dicho, pero me daba miedo. No conocía todos los hechos. Sabía lo que Jose había oído de Dani. No quería decir algo equivocado. Tenía la esperanza de que Pedro te lo dijera. Lo hizo, ¿no? Estaba segura de que lo haría después de ver cómo te miraba anoche.
Me eché hacia atrás en los brazos de Elena y me limpié la cara. —No. No me lo dijo. Lo escuché. Mi padre y Georgina llegaron a casa.
—Mierda —dijo Isabel en un suspiro de frustración—. ¿Te vas? —La expresión de dolor en sus ojos me dijo que ya sabía la respuesta.
Sólo asentí.
—¿A dónde irás? —preguntó Elena.
—Devuelta a Alabama. De vuelta a casa. Tengo un poco de dinero ahorrado. Seré capaz de encontrar trabajo y tengo amigos allí. Las tumbas de mi madre y mi hermana están ahí... —No terminé. No podía sin quebrarme de nuevo.
—Te echaremos de menos por aquí —dijo Elena con una sonrisa triste.
Los echaría de menos. A todos. Incluso a Antonio. Asentí. 
—Yo también.
Isabel dejó escapar un gemido fuerte y corrió hacia mí, rodeándome con los brazos. —Nunca he tenido una amiga como tú. No quiero que te vayas.
Mis ojos se llenaron de más lágrimas. Había hecho unos pocos amigos aquí.
No todo el mundo me había traicionado. —Tal vez podrías venir a Bama y visitarme alguna vez —susurré en un sollozo ahogado.
Se apartó y lloriqueó. —¿Me dejarás visitarte?
—Por supuesto —respondí.
—Está bien. ¿Es la próxima semana demasiado pronto?
Si tuviese la energía para sonreír, lo habría hecho. Dudaba de volviera a sonreír. —Tan pronto como esté lista.
Asintió y se frotó la nariz roja en su brazo.
—Le dejaré saber a Antonio. Lo entenderá —dijo Elena detrás de nosotras.
—Gracias.
—Se cuidadosa. Haznos saber cómo lo estás haciendo.
—Lo haré —contesté, preguntándome si sería una mentira. ¿Podría alguna vez volver a hablar con ellas?
Elena dio un paso atrás y le indicó a Isabel que fuese a su lado. Me despedí de ambas y me metí en la camioneta. Ya era hora de dejar atrás este lugar.

CAPITULO 47





Pedro dejó caer las manos del marco de la puerta y sus hombros se hundieron mientras bajaba la cabeza. No dijo nada. Sólo dio un paso atrás para que pudiera salir. El pequeño corazón que había dejado intacto se destrozó con su mirada derrotada. No había otra manera. Estábamos contaminados.

no miré hacia atrás y él no me llamó otra vez. Bajé las escaleras con la maleta en la mano. Cuando llegué al último escalón, mi padre salió de la sala de estar y entró en el vestíbulo. Un ceño se dibujaba en su rostro. Se veía quince años mayor desde la última vez que lo había visto. Los
últimos cinco años no habían sido buenos con él.
—No te vayas, Paula. Hablemos de esto. Date tiempo para pensar en las cosas. —Deseaba que me quedara. ¿Por qué? ¿Así podría sentirse mejor por arruinar mi vida? ¿Por arruinar la vida de Daniela?
Saqué el teléfono que quería que tuviese y se lo tendí. 
—Tómalo. No lo quiero —dije.
Lo observó y luego a mí. —¿Por qué tomaría el teléfono?
—Porque no quiero nada de ti —contesté. La ira seguía ahí, pero estaba cansada. Quería salir de aquí.
—Yo no te lo di —dijo, aun pareciendo confundido.
—Acepta el teléfono, Paula. Si quieres irte, no puedo retenerte aquí. Pero, por favor, acéptalo. —Pedro estaba de pie en la parte superior de las escaleras. Él me había comprado el teléfono. Mi padre nunca le dijo que lo hiciera. El entumecimiento estaba asentándose. No podía sentir más el dolor. Nada de pena por lo que podríamos haber tenido.
Me acerqué y puse el teléfono en la mesilla junto a la escalera. —No puedo.—Fue mi simple respuesta. No miré hacia atrás a ninguno de ellos. A pesar de escuchar los tacones de Georgina hacer click en el suelo de mármol. alertándome de que había entrado en el vestíbulo.
Agarré la manija y abrí la puerta. No volvería a verlos. Sólo lloraría la pérdida de uno.
—Te pareces a ella. —La voz de Georgina resonó por el silencioso vestíbulo. Sabía que se refería a mi madre. No tenía ni siquiera el derecho de recordarla. O de hablar de ella. Había mentido sobre mi madre. Hizo que la única
mujer a la que admiraba por encima de todos los demás pareciese cruel y egoísta.
—Sólo espero que puedas ser la mitad de mujer de lo que ella era —dije en voz alta y clara. Quería que todos me escucharan. Necesitaban saber que no había duda alguna en mi mente de que mi madre era inocente.
Salí a la luz del sol y cerré firmemente la puerta detrás de mí. Un plateado coche deportivo se estacionó mientras iba hacia mi camioneta. Sabía que era Daniela.
No podía mirarla. Ahora no.
La puerta del coche se cerró de golpe y ni me inmuté. Tiré mi maleta en la parte trasera de la camioneta y abrí la del conductor. Había terminado aquí.
—Sabes —dijo en voz alta en tono divertido. No le respondí. No escucharía más mentiras vomitadas por su boca sobre mi madre—. ¿Cómo se siente? ¿Saber que te dejaron por otra persona por tu propio padre?
Se sentía borroso. Eso era lo menor de mi dolor. Mi padre nos dejó hacía cinco años. Yo había seguido adelante.
—Ya no te sientes tan alta y poderosa ahora, ¿no? Tu madre era una mujerzuela barata que se merecía lo que le pasó.
La tranquilidad que se había apoderado de mí, se rompió. Nadie iba a hablaría de mi madre otra vez. Nadie. Metí la mano bajo el asiento y saqué mi nueve milímetros. Me giré y la dirigí a sus mentirosos labios rojos.
—Una palabra más sobre mi madre y haré un agujero en tu cuerpo —dije con voz plana y dura.
Daniela gritó y alzó las manos al aire. No bajé el arma. No iba a matarla. Sólo la heriría en el brazo si volvía a abrir la boca. Mi puntería era perfecta.
—¡Paula! Baja el arma. Daniela, no te muevas. Sabe cómo usar esa cosa mejor que la mayoría de los hombres. —La voz de mi padre hizo que mis manos temblaran. La estaba protegiendo. De mí. Su hija. A la que él quería. A la que dejó por ellos. A la que había abandonado la mayor parte de su vida. No sabía qué sentir.
Oí la voz de pánico de Georgina. —¿Qué hace con esa cosa? ¿Es incluso legal que la tenga?
—Tiene un permiso —contestó mi padre—, y sabe lo que hace. Mantén la calma.
Bajé la pistola. —Voy a meterme en esa camioneta e irme de tu vida. Para siempre. Simplemente mantén la boca cerrada sobre mi madre. No lo escucharé de nuevo —advertí antes de girarme y subir a mi camioneta. Metí la pistola bajo el
asiento y salí de la calzada. No miré atrás para ver si estaban apiñados alrededor de la pobre Daniela. No me importaba. Tal vez se lo pensaría dos veces antes de
que jodiera con la mamá de otra persona. Porque, por Dios, mejor que nunca hablase mal de la mía de nuevo.